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jueves, 10 de mayo de 2018

La historia del día

Encontrábase una chica estacionando el auto en el estacionamiento descubierto (no es que exista uno techado, pero por si acaso) de la estación de Tigre como cada jueves a la misma hora. En general, a las 14.25, porque a las y 30 siempre tiene que estar en un lado y suele ir de aquí para allá con el tiempo contado. Dióse la casualidad que hoy llegó un poco más temprano, y aprovechó esos minutos de tranquilidad para terminar de responder unos audios. Adentro, cerca de sus infaltables compañeros: el tuppercito blanco con flores y tapa roja en donde siempre transporta almendras, y la botella de un litro, también roja, con la que asegura su hidratación diaria recargándola dos veces por jornada (este dispositivo representa una historia más compleja en sí misma, volveré sobre ella en los próximos días). Afuera, lluvia torrencial.
Cuando ya faltaban cinco minutos para las y media, esta joven dama decidió brevemente ordenar un par de cosas desparramadas en el asiento de acompañante. Acomodó en un receptáculo (¿?) que yace bajo el stéreo (creo que ya no se le dice así, pero en fin, ese espacio con forma de vaso en el que NO entran vasos pero siempre van a parar papelillos y monedas) el ticket del estacionamiento que debería usar para pagar después. Agarró su pequeña mochila blanca. Celular, paraguas y llave del auto en mano se dispuso a abrir la puerta y bajar.
Un rayo epifánico le sugirió que, dada la tormenta a cántaros, sería una preciosa idea resguardar el celular. Simple: abrió el cierre de la mochila, lo posicionó al lado de la billetera y la agenda de Wonder Woman (roja, para variar) por la que decidió ser acompañada este año, y lo volvió a cerrar. Sin contar con que claro, una vez afuera, ante la necesidad de desplegar las alas del paraguas (que ya está medio cachuzo a decir verdad) y una vez presionado el botoncito de la alarma de cierre del vehículo, otro rayo proveedor de epifanías le susurraría que mejor guardara las llaves también en la mochila, para no llevarla en la mano ni en algún bolsillo de la campera de jean.
Ya habiendo cruzado una calle, justo arrimándose al cordón, que proponía uno de esos saltos largos para evitar un buen amontonamiento de agua, más conocido como charco, imprecisamente en ese momento concluyó ella la operación. Entre nos, la mochila quedó medio de coté, y ella incluso pensó, medio delirantemente medio en serio: "JAJAJA, ¿no se me habrá caído el teléfono al agua, no?". Ante la fiaca de comprobarlo, los minutos que habían pasado y que pese a ninguna eventualidad pensarían frenar, las todavía tres cuadras que hasta destino quedaban y, especialmente, la ausencia de ruido alguno (porque encima si se hubiera caído al agua tendría que haberse escuchado algún chapuzón, sentídose alguna salpicada) y ante el nada de nada decidió que todo wey y que no.
Llegó esta muchachita a donde se dirigía, dejó el paraguas empapado arrimado a una pared, y antes de hacer lo que tenía que hacer, ya con un poquito de duda y mal presentimiento hizo un intento por manotear el celular, de adentro de la mochila, pero no eh, así de buenas a primeras no apareció. Entonces, abrió directamente la mochila de par en par, sacó todas y cada una de las cosas, sólo para descubrir que no eh, ni de puta casualidad está.

Dos horas después, esta peculiar veinteañera (puede que en el último año de la década pero sí que todavía lo está) ya había llamado desde varios celulares ajenos hacia el suyo más no para únicamente ganar en susto ante la alternancia de a veces contestador directo y a veces tono de espera pero sin respuesta como respuesta, ya había vuelto sobre sus pasos para reconstruir el camino y buscar en el charco (que a esta altura ya era un río), en todas las veredas, en las inmediaciones del auto, y en el interior. Ya le había preguntado a la cajera del estacionamiento si alguien le había avisado algo. Ya había hecho correr el mensaje entre contactos laborales, personas involucradas en planes futuros más entrado el día y su círculo cercano. Ya había dado de baja la línea en Movistar, pedido un chip nuevo, intentado rastrear el aparato en el iCloud, activado el Modo Perdido, cambiado la pass. Ya había aceptado una sugerencia de prenderle una velita a San Antonio (a quien se le atribuyeran poderes de encontrarte cosas perdidas o bien, mandarte un novio), ya se había amargado mirando precios de modelos similares en sitios como MercadoLibre y otros. Ya estaba a punto de poner "SIN CELULAR (y alguna carita triste)" en Facebook cuando se le ocurrió intentar comunicarse una vez más.
Y daba tono.
Y un tal Darío, empleado de la estación de Tigre, atendió.
Claro, lo encontró en una alcantarilla.
La misma del charco, río, océano a este hora ya debe ser que salvo por un lapsito nunca dejó de llover.
Le explicó cómo encontrarlo. Al rato ella se acercó. Cuando llegó, Darío no estaba, sus compañeras de trabajo le dijeron que se había ido "a comprar". Ella sabe que hay personas que dicen eso, pero igual se enerva un poco cuando no le cierren la frase. "A comprar verdura", "a comprar caramelos", "a comprar medialunas", "a comprar algo para arreglar la linterna", "a comprar pan especiado", "a comprar un pack de calzoncillos", "a comprar papel picado" - este sería un buen momento de decirle a esta chica qué te haces, no podes decir nada de nada, se te cayó el celular y estás teniendo demasiada suerte, callate, relajate, y agradecé-.
Hasta que Darío, una vez reincorporado luego de la misteriosa compra, se apersonó. Se apalabraron. Ella no sabía si darle un beso, la mano o incluso abrazarlo de tanta emoción. Por las dudas no hizo nada, sólo agradeció y recontra agradeció, le pidió le aceptara una recompensa, entregó un sobre con dinero adentro y unos 9 de oro salados "para el mate" que él, en ambos casos y sin mayor resistencia, agarró. Ella se reencontró con su iPhone 6s con funda amarillo patito, fondo de pantalla de espera que dice "lo piola llega" y fondo de pantalla fijo con un "may the force be with you". Antes de irse y tirarle, mínimo, unas tres veces más "gracias" le tiró algo mucho más polémico, se la jugó sin pensar con un "que Dios te bendiga, Darío".

Y colorín colorao' este cuento se acabao'.

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